miércoles, 4 de febrero de 2015

Efectos de la cerveza.

No lo había pensado nunca así pero ahora estaba convencido que ese era uno de los efectos de la cerveza: hacer que las ideas más inverosímiles parecieran posibles; lo increíble, normal; y lo desacertado, pertinente.
Esa noche ya había tomado el equivalente a cinco botellas, aún se sentía ecuánime, y se puso a mirar la pista de baile y a las personas que mataban la noche de sábado sacudiéndose como si la vida se les fuera en eso. Fue en ese momento cuando, sin motivo aparente, se acordó de ella. Se acordó de ella y se sorprendió de hacerlo pues estaba seguro que deberían haber pasado por lo menos 15 años desde la última vez que lo hizo. 
La conoció en la academia, antes de ingresar a la universidad, y supo que le gustaba. ¿Cómo lo supo? Pues nunca lo supo pero sí sabía que en un momento lo supo. Tal vez sería el interés que ella mostraba por las cosas que él le conversaba. A estas alturas de su vida, quince años después, estaba convencido que es señal inequívoca de interés femenino el que una chica se interese por aquellas cosas que usualmente sólo te interesan a ti. Si tienes un interés, una afición, un hobbie propio de esos raros y viene una chica a interesarse por eso, es evidente que esta interesada en ti. Si viene y se interesa de tu rarísimo interés por la filatelia, o por aquellos raros libros que estas leyendo, o por aquella música que sólo tú y tus amigos escuchan, pues lo más probable es que el motivo de su interés seas tú y no la actividad esa.
Debió ser por eso que supo que le gustaba. Pero, claro, eso lo sabe ahora y no lo sabía entonces. En esos años aún estaba por conocer el mundo y todo lo que en ese momento le era evidente, con quince años más y cinco botellas de cerveza encima, en aquel entonces aún formaba parte de aquellas arcanos que la vida no le había mostrado. Por eso mismo, cuando ella se sentó a escucharle la historia entera del suicidio de  Ian Curtis y la relación de este evento con el disco de Iggy Pop que él tenía en su walkman en ese momento, debió saber que lo que realmente atraía su atención era él y no Ian Curtis ni Iggy Pop. Claro, no lo supo. Lo sabe ahora, pero en ese momento no lo supo. Aunque, de tanto darle vueltas, terminó concluyendo  que algo debió saber, o intuir, por que tan despistado tampoco era. O eso creía recordar.
En realidad despistado quizá no, pero sí inseguro, temeroso y tímido. Así que, según lo que cree recordar, en algún momento decidió ignorar aquellas señales que ella, con femenino conocimiento - benditas sean las mujeres que saben cosas que no saben que saben y que nosotros sabemos que saben aunque no sabemos cómo -, le enviaba constantemente. Eso había sido, según podía ver con la perspectiva que le daba el tiempo, un mecanismo de defensa. Y es que si él se hubiera dado por enterado de esas señales y todo lo que ellas implicaban, la vida se le iba a complicar horrores. Y la academia era el sitio equivocado como para ganarte una complicación. La idea de la academia era poder a la universidad en el menor tiempo posible, no complicarse la vida. Ya en la universidad, eso era evidente, tendría tiempo y posibilidades de sobra de complicarse la vida, como efectivamente se la complicó. Pero ese, en particular ése, no era el momento y por eso decidió hacerse el desentendido y hacer como que no se daba cuenta que sólo un claro interés personal podía justificar que ella invierta todo ese tiempo escuchándolo.
Pero además, él recordaba la imagen que los espejos le devolvían en aquellos años. La nariz grande, el pelo largo, la frente llena de espinillas. Tampoco es que él haya sido - nunca lo fue - un faro al que las mujeres se acercaban sólo por el gusto de acercarse. Algo tuvo que haber. 
¿Y luego qué pasó?
Nada, ¿qué iba a pasar? Por lo pronto ellos pasaron las dos últimas semanas del ciclo, antes del examen de ingreso, conversando todos los días. Claro, la mayor parte del tiempo cada uno lo pasaba con sus respectivos amigos pero siempre, siempre, había una conversa, una broma, un cigarrito, un chiste, una mirada. En aquellos días estaba de moda el juego del futbolín en los recreos y ella no jugaba sino que se limitaba a ver cómo jugaban todo el grupo de amigos comunes. Tenía el pelo entre castaño y rubio, la tez rosada, los ojos grandes. Era bonita pero algo tímida en comparación con sus demás amigas que ya atraían miradas y algo más. En pleno verano limeño, donde las alumnas de la academia celebraban con camisetas ceñidas y polos de escote la porción de emancipación que les daba el haber terminado el colegio, ella mantenía un perfil bajo. Pero eso a él, según creía recordar, no le importaba mucho. Incluso se podría decir que no era de las más bonitas de la academia pero si de las más simpáticas. Ambos eran, a fin de cuentas, dos muchachuelos comunes y corrientes. 
Lo cierto e innegable era que ella había hecho el gasto correspondiente y que si nada pasó fue por su exclusiva culpa.
La última vez que la vio fue luego del examen. Días antes ya cada uno sabía en qué salón iba a dar el examen y habían acordado que el primero que acabase iría a esperar a la puerta del salón del otro. Él terminó primero y se fue a esperarla. Ella salió casi al último con cara de que el examen la había vencido. Las horas previas las había pasado presa de un nerviosismo absoluto y tal parecía que no supo darle la vuelta al reto. Él estaba tan tranquilo entonces como lo estuvo antes del examen. Caminaron juntos hasta la salida de la universidad y, en algún momento, sus manos se rozaron y se mantuvieron así, casi cogidas. Conversaron del examen y él sabía que tenía que decirle algo. Pero no dijo nada. Afuera de la universidad estaba todo el mundo instalado como si la salida de los postulantes fuera un espectáculo imperdible. Ella encontró a su padre que le llamaba levantando el brazo y él reconoció a los suyos más allá. Se miraron y él se despidió como siempre, como cada vez que salían de la academia. Ella lo miró despedirse sin decir nada, lo vio caminar rumbo a su familia y sintió un quiebre. No fue tanto de tristeza sino de decepción, de haber estado acumulando interés en alguien que, al parecer, no lo tenía por ella ni en la menor de las medidas. Lo vio irse y abrazarse con sus padres y ella fue al encuentro de su familia. En el camino a su casa, no dijo nada. Su padre pensó que estaba triste y preocupada por el examen pero el examen no era lo que le nublaba el gesto.
Por su parte él, tras los primeros cinco pasos, se dio cuenta que ya no habían clases en la academia y que no tenía ni siquiera su número de teléfono. Intentó voltear e ir detrás de ella pero le ganó la vergüenza de que sus padres - y toda la gente aglomerada en la puerta de la universidad también- lo vieran ir donde ella. Dudó entre voltear y seguir caminando y al final decidió seguir caminando. Supo que la había fregado toda, que la oportunidad se había ido y que ese tren no iba a volver a pasar.
Como en efecto no pasó.
Nunca más la volvió a ver. Preguntó por ella a algunos amigos que sí ingresaron a la universidad - ella no logró el puntaje necesario - y le dijeron que se había ido a Estados Unidos y que regresaría en algunos meses. Pensó que lo de ellos habría sido imposible porque ella era de esas chicas a las que las mandan a Estados Unidos para recuperarse del golpe que les significa no ingresar a la universidad y él ... bueno, él no tenía como irse a Estados Unidos por más triste que estuviera.
Y así, dejó de pensar en ella para empezar a pensar en otras y aprender, poco a poco, lo que ella ya sabía y que él ahora sabe.
Entonces, luego de la quinta cerveza, se sorprendió pensando en ella. Ya habían pasado casi veinte años del episodio y se preguntó qué habría sido de su vida. La recordó y repasó todos los hechos que vinieron a su cabeza como si hubieran estado esperado todos estos años de incubación tan sólo para salir y presentarse en esa noche, en ese momento y en ese lugar. Releyó sus recuerdos a la luz de la experiencia y los conocimientos de las relaciones de pareja y de las interacciones entre hombres y mujeres - ¿en qué momento se hizo tan conocedor? - y sonreía dándose cuenta que en efecto él había sido responsable de un interés adolescente genuino y, quizá, un corazón decepcionado.
Fue en ese momento, parado mirando la pista de baile, cuando vio la solución. Le pareció evidente. La buscaría. Si hace veinte años no tenía cómo ubicarla, lo más seguro es que hoy sí. Con el facebook, la internet y todo eso, la podría ubicar con facilidad. Y se presentaría ante ella y le diría quien era si es que ella no lo reconocía al vuelo y aplicaría todo su conocimiento - que para algo debería servirle - en reavivar aquellas brasas de adolescencia. Le pareció un plan genial, una idea irrefutable, se euforizó por algunos segundos ante lo que pareció una estrategia infalible. Y luego, sin perder la euforia ni la súbita alegría por la decisión, se dio cuenta que ese era uno de los efectos de la cerveza: hacer que las ideas más inverosímiles parecieran posibles, lo increíble, normal; y lo desacertado, pertinente.
Sacudió la cabeza, decidió suspender el plan hasta que lo examinara con la cabeza despejada y procedió a empezar con la que sería su sexta botella. La cerveza es así, a veces causa esas ideas.

Epílogo.
Al día siguiente, tras superar la dolorosa resaca - las cosas ya no son como antes -, reconoció que aquella idea era de las peores que se le habían ocurrido. A pesar de eso, y quizá como rezago de su natural obstinación, mantenía alguna voz dentro de su cabeza que, a pesar de su sobriedad, opinaba que no era tan descabellada. No obstante, no se aguantó el impulso y la buscó en Facebook. Se acordaba su nombre completo y tal como pensó en la noche anterior, no tuvo mayor dificultad en encontrarla. La vio con la misma cara, los ojos grandes y el mismo color de pelo. Vivía en Estados Unidos y estaba casada y con dos hijos. Definitivamente, ella invirtió su tiempo en ser - y parecer - una señora feliz y no en tomar cervezas y urdir planes de rescatar insalvables relaciones de adolescentes. Se la imaginó recibiendo una carta delirante de un sujeto que posiblemente ni recordaba, se imaginó su rostro de incredulidad y de fastidio antes de borrar el impertinente mensaje. Se recostó en su sillón y sonrió. 
Felizmente pudo darse cuenta de todo antes de escribir nada.

viernes, 4 de marzo de 2011

Kolynos.

Como para que nadie diga que la mente de la persona que trabaja sólo produce pensamientos relacionados a su trabajo (o para que se diga que no me concentro tanto en el trabajo como aparentemente lo hago), el otro día estaba trabajando y me vino a la cabeza la marca "Kolynos".

Cual resorte activado por secreto gozne levanté la cabeza y miré mi pantalla. ¿Existe aún la marca "Kolynos"?, me pregunté. La duda me empezó a carcomer por dentro y es que, te voy a ser sincero, yo no soy un gourmet en lo que a elección de pastas dentales se refiere. Hace un buen tiempo que estoy enganchado con una sola marca y mi rito de compra se limita a acercarme a la góndola, coger dos o tres cajas de esa marca e irme a ver otra cosa más jugosa. Un buen bife ancho, por ejemplo.

Y bueno, la verdad sea dicha, a mi no me sedujo nunca el poderoso sabor a kolynos que tiene el Kolynos. Es por eso que no compro Kolynos. No creo haber comprado un Kolynos en los últimos 15 de mis 30 años. Y no siento mayor remordimiento, te diré, eh? Y debe ser que, hoy por hoy, en mi cerebro no pasen de medio millón las conexiones neuronales que le dedico a esa marca.

Mi madre tenía, guardados dentro del ropero del que fue su cuarto y unos años después el mio, una extraña y apetecible colección de revistas de los años 5o y 60. Extraña por que usualmente uno no suele ver tanta hoja impresa de unos 30 o 40 años atrás arrumados sin ningún orden lógico aparente. Y apetecible por que, a falta de láminas Huascarán, nada como un buen "Life" del 64 para ilustrar tu tarea.

Pero no sólo eran "Lifes" o laifes, si te es más cómoda la lectura, sobre el asesinato de Kennedy o los viajes espaciales o lo malo que son los rusos. También habían algunas brasileñas traducidas al español que se llamaban "O Cruzeiro" y del que sólo recuerdo un dibujito simpaticón cuyo protagonista era un verdadero hijo de puta al que se conocía por el sobrenombre "El amigo de la Onza". Y, claro, las Billiken. Clásicos de la literatura infantil argentina que mis hermanos y yo las volvimos a gozar a pesar de que fueron importadas para la lectura de una - aún infante - madre mía. De las Billiken si tengo más recuerdos aunque me hicieran un sancochado en la cabeza en lo que a historia se refiere. Ello porque no sabía donde poner, entre Francisco Pizarro y Alfonso Ugarte, al Virrey Liniers, a Cornelio Saavedra o a Domingo Faustino Sarmiento. Años después me dí cuenta que la revistita de marras venía de otro país y era por eso que, en sus dibujos de los niños en la escuela, todos tenían pantaloncitos cortos y un mariconsísimo guardapolvo blanco - al igual que las niñas - en vez del viril uniforme negroplomo que usábamos acá.

Y bueno, que en esas revistas habían avisos de Kolynos. Avisos muy sesenteros que ahora darían ternura por lo monses que resultaban ser (¿Con que rima "adivinos"? Pues con "Kolynos"). Creo que esas publicidades - ya cuarentonas cuando llegaron a mi vista - fueron las que motivaron la llegada de algún Kolynos a mi casa. Eso y las pocas marcas con que contábamos antes. Y es que antes, de verdad, no habían tantas cosas. Ahora tenemos dentífricos con componentes especiales hasta para limar el serruchito de los incisivos. Antes eran Kolynos, Colgate, Close Up y esa de rayas blancas y rojas que no recordaba cómo se llamaba.

Pero lo que es realmente destacable es que pasó con Kolynos lo que pasa con esas marcas que, de tan caballerosas, se terminan volviendo sustantivos comunes. Como el Ace, pe, que se debe pronunciar como se escribe: "ase" y no "eis" como seguramente quisieron aquellos a quienes se les ocurrió llamar así a su detergente en polvo. Yo aún recuerdo los Kolynos antiguos. Esos que eran totalmente amarillos y venían en tubo antiguo, ese de metal. Ese que podías hacer rollito empezando desde el fondo y que, de tanto aplastar y enderezar, terminaba pasando a tus manos pequeños pedazos de la pintura exterior. Que tenían tapita rosca verde petroleo y que estaban tapados en la boquita con una ligerísima lámina que debías perforar con la puntita que, habilidosamente, los fabricantes habían puesto justo dentro de la misma tapita. Un placer.

Esos Kolynos recuerdo yo.

Luego alguna vez vino al Perú mi única tía que vive en Estados Unidos y trajo pastas dentales de las más peculiares. Envases distintos al chisguete metálico de toda la vida y pastas loquísimas de colores azules, verdes, con rayas rojas y azules. Recuerdo aún como me fascinaba la pasta Crest que no era blanco como el Kolynos sino que era de un celeste turquesa y tenía, adentro, cositas blancuzcas que le daban un no sé qué de espacial al menjurje ese. Y recuerdo además una tía que nos prestó su casa para pasar un verano y en cuyo baño descubrí, cual novedosa novedad, el primer Kolynos que no venía en un chisguete metálico como todos los demás sino que venía ya en uno de plástico igual al que hoy por hoy es el común. Recuerdo haber entrado a hurtadillas a su baño privado y coger el chisguete con curiosidad, sentir la textura del nuevo material y la suavidad de su contenido, la comodidad de la rosca en la tapa y cómo resultaba imposible de hacer rollito desde la cola. Todo eso por la pura curiosidad que me generó esa novedad dentífrica que venía de Brasil, intuí, por que todo estaba escrito en portugués que, a mis nueve años, reconocía por ser parecido al castellano solo que con muchas "ao".

Claro, después también probé cómo salía la pasta ante la presión y, con esa excusa, le vacié el Kolynos a mi tía en el water y lo mandé todo al desagüe sólo para probar que el nuevo envase también servía de globo y, ante un buen soplido, el tubo vacío podía parecer lleno aunque no tenga nada adentro. Eso, sí, lo hice por puras ganas de joder.

Entonces, cuando de pronto levanté la cabeza y me pregunté si seguía existiendo la marca Kolynos, recordé todas estas cosas y la bendita marca me pareció entrañable. Es más, concluí que sería una real pena si la marca ya no existiera. Me puse a hacer memoria y, caramba, no recordaba haber visto un Kolynos hace mucho tiempo. ¿Les hablé ya de cómo compro yo el dentífrico? Bueno, precisamente por eso es que no recordaba si aún vendían o no Kolynos. Me casi convencí de que, durante todo este tiempo en que yo hice las cosas automáticamente, dejó de existir el Kolynos y que la vida tal como la conocí perdió parte de su encanto.

Luego opté por googlear y eso me calmó un poco el drama. Kolynos sigue existiendo, tal como lo dice la página de la Wikipedia en portugués, sólo que ya no es una empresa autónoma porque la marca fue comprada por Colgate hace varios años. Eso me supo a chicharrón de sebo porque imaginarme que Colgate compre a Kolynos es como pensar que el Flamengo compre al Fluminense. Osea, hay cosas que están en el mundo para competir, pues. Menté la madre a Colgate pensando que habían comprado la marca para hacerla desaparecer pero en la página de Colgate-Palmolive me dijeron que seguían vendiendo Kolynos que, también, sigue teniendo su encanto porque mientras hay Colgates para todos los gustos, Kolynos sólo hay uno. Por lo menos en Brasil.

Producto de la búsqueda recordé también que la marca esa que ya no se vende pero que tenía rayitas rojas y blancas se llamaba "Signal". Para la trivia.

Mi nostalgia, no obstante, no se consuela tan fácilmente y me dio la lata con eso de que "de qué sirve que la vendan en Brasil si yo no vivo en Brasil". Así que, si es que no la seguían vendiendo en el Perú, definitivamente la vida tal como la conocí había perdido parte de su encanto.

Pero la internet, aunque algunos digan lo contrario, no tiene todas las respuestas y no pude saber si se seguía o no vendiendo Kolynos en el Perú.

Durante la hora de almuerzo crucé la carretera y me dirigí a Plaza Vea. Efectivamente, entre Dento y Colgate, estaban los Kolynos. La vida, tal como la conocí, no había perdido parte de su encanto.

Dos días después volví a ir a Plaza Vea a comprar una pasta dental para tenerla en la oficina. En mi casa aún tengo provisión de la marca que uso pero el chisguete que tenía en la oficina se había acabado y necesitaba otro. Así que llegué a la góndola pero me detuve, lo pensé, y con sonrisa dibujada en la cara, compré un Kolynos. Kolynos grande, todavía.

Luego de almorzar, empecé mi camino de regreso a la oficina con la expectativa de lavarme los dientes y volver a sentir el fresco sabor de la pasta dental. Me imaginaba sintiendo la suavidad de la pasta extendiendose entre mis dientes y generando la espuma necesaria. Recordaba la pasta, inmaculadamente blanca, pero con una consistencia fuerte, casi sólida, que se acomodaba en el cepillo de forma correcta y lograba hacer esa colita de chancho que se hace cuando dejas de presionar el tubo y lo levantas para taparlo.

Ya en el baño, estrenando cepillo también, procedí a abrir la caja amarilla, saqué el tubo plástico igualito al que le vacié a mi tía hace 21 años, destapé y presioné. Salió una pasta blancuzca que, de tan blanda y poco consistente, parecía más bien esos jabones-espumas que están de moda en los restaurantes. De vista no era el Kolynos de toda la vida. La vida, tal como la conocí, había perdido alguito de su encanto.

Pero no todo, en algo sigue igual. Esa pasta sigue teniendo aún ese desagradable sabor a kolynos. Fue ahí donde recuperé la cordura y recordé que, la verdad sea dicha, a mi no me seduce el poderoso sabor a kolynos que tiene el Kolynos. Debe ser por eso que no compro Kolynos. La nostalgia no siempre es una buena consejera. Digo, es un decir.

martes, 15 de febrero de 2011

1001 Discos

Desde el año pasado me lance en una aventura musical que buscaba, sobre todo, expandir mi frontera en cuando se refiere a grupos, álbumes y canciones escuchadas. Así que decidí encontrar la lista de ese buen libro "1001 discos que se debe escuchar antes de morir" y me propuse escucharlos todos. Los mil y un discos. Todos y cada uno por lo menos una vez.

La temática fue simple, me agenciaba el disco, lo cargaba al mp3 y lo tocaba en carro mientras manejaba. Porque, hay que reconocerlo, si bien el tener carro me privó de esos tiempos muertos en el taxi que sirven de manera espectacular para leer el diario o un buen libro, me recompensó con otros tiempos muertos en el tráfico en los que no puedes leer pero te puedes escuchar una buena canción.

Ahora como quien sazona el tema, entre los discos conseguidos siempre ponía alguno de The Beatles o de Led Zeppelin que nunca están de más y siempre te sacan de cualquier apuro. Así, tras un buen disco, podía escuchar los clásicos de toda la vida y el manejar en Lima se me hacía una delicia.

Esa era la mecánica. Y me funciona bien. Claro, siempre hay discos que uno tiene que escucharlos a fuerza de tesón más que de gusto por que sinceramente no termina de entender qué hicieron para ganarse su lugar en la lista. Como por ejemplo el "Emergency on Planet Earth" de Jamiroquai que escuché el otro día y que resultó siendo un bodrio incomible. Pero, disciplina, pues. Si dije que iba a escuchar todos los discos completos por lo menos una vez, pues lo tuve que escuchar. Si no lo hacía iba a ser peor. Eso me hubiera obligado a tener que volver a escucharlo y, sinceramente, prefiero lanzarme del carro en plena Vía de Evitamiento que tener que volver a escuchar ese disco.

Ahora, en este ejercicio me he reencontrado con viejas joyas y he descubierto grandes cosas como ese grupo setentero tan bueno que es Spirit y su disco Twelve dreams of Dr. Sardonicus. Y claro, también han habido sorpresas como el disco Stripped de Christina Aguilera. Uno, que no sabe mucho, lo ve y piensa que es difícil que la Aguilera haya hecho algo que sea parte de los 1001. Pero escuchas el disco y - nobleza obliga - tienes que reconocer que es uno muy bueno.

Esas pequeñas satisfacciones son las que me depara esta lista.

Entonces, entenderás, que cuando vi que la lista incluía el disco Justified de Justin Timberlake me preparé a recibir una sorpresa como la de la Aguilera. Un disco que, en base a mis prejuicios jamás hubiera escuchado pero que, luego de pasarlo una vez, iba a recibir un reconocimiento de mi parte ante la calidad y capacidad del artista.

Pues me equivoqué.

El disco es una mierda. Sumamente ñoño y pazguatón, me lo tuve que soplar entero por la misma razón que me soplé el de Jamiroquai (si no lo escuchas bien la primera, pues tal vez lo harás la segunda). Así que Justified se ha dicho. Y, la verdad, mientras lo escuchaba no encontraba "justification" alguna por tamaño despropósito. Segundo a segundo, a lo largo de tres idas y vueltas a mi oficina, el bendito disco fue chorreándose por todos los recovecos de la cabina de mi carro, empapando cada centímetro cuadrado de la melosa melodía y mostrando su total intrascendencia en los silencios que anunciaban el fin de cada canción y ¡ay! el inicio de la siguiente.

Trece pistas se grabó el puta y la última duró casi cinco minutos.

Y de pronto pasó algo que me confirma la creencia de que todos tenemos un ángel de la guarda que nos quiere mucho mucho mucho.

Al apagarse el último acorde de este disco, empezó de pronto un acorde conocido. Un acorde escuchado no una sino varias veces, un acorde que pertenece a una canción de un disco que es un habitante sempiterno de mi mp3. En la hora más oscura de mi aventura musical, cuando había quedado exánime ante lo más duro del pop sonso norteamericano, vino Led Zeppelin a rescatarme y un buen Good times, Bad times me redimió y sacó a puntapiés de todos los rincones de mi carro los últimos recuerdos de lo que fue el disco del muchacho ese Timberlake.

Y, como una dosis extra de hombría, el disco siguiente fue el disco negro de Metallica. La vida y los gnomos que manejan el sistema de disco aletorio del cumplidor Kenwood del carro me sometieron a una terapia intensiva de rock que me ha hecho regresar a la ecuanimidad. Sabios gnomos, por lo demás. Digo, es un decir.

P.D. El domingo, buscando salir de un estacionamiento estrecho por la puerta del copiloto, le metí tamaña patada al usb que reemplazó al mp3 y que era el anfitrión de todos los discos que me faltan escuchar por estos días. Esta sensible pérdida ha motivado la suspensión indefinida de esta aventura musical. O tal vez fue el castigo de los gnomos por haberles obligado a tocar ese disco de marras. Quien sabe.



jueves, 10 de febrero de 2011

Left

En los últimos mese he conocido undotrecuat ¡cuatro!, cuatro personas que me han demostrado, con sus opiniones y su ideología, que son bien de izquierda. Pero "bien de izquierda", eh? De esas personas que han leído a Marx y a Mariátegui, que creen - y pueden defender esta creencia con elucubraciones coherentes y lúcidas - que el de Velasco fue un buen gobierno y que el actual modelo económico no es ni justo ni el mejor.

¿Saben cuál es el denominador común en todos ellos?

¡Todos se cagan en plata!

De repente ese es el truco, ¿no? Mientras menos conforme estas con el sistema, este te premia de mejor manera.

A partir de este momento, oficialmente soy de izquierda. Digo, es un decir.

Y, claro, a partir de este momento for God's sake, he vuelto.

jueves, 29 de octubre de 2009

La tranquilidad

Hoy ceno solo.

Y es que he esperado cenar solo. La semana ha sido ajetreadita y realmente aprecio bastante estos momentos de descanso y tranquilidad que me brinda el vivir solo.

Hoy ceno empanadas con vino tinto. He tomado hace semanas ya la buena costumbre de tener siempre un vinito tinto en la casa. Y lo consumo con agrado. A diferencia de otras bebidas, me encanta el tener una que se tome despacio, despacito.

Hoy ha sido un día feliz. Cerré negocios, me dediqué a lo que más me guste. Me coquetearon, coqueteé. Me ignoraron, lancé señales de vida y no obtuve respuesta. Me desperté temprano, me dormiré tarde. Me subieron el alquiler de la casa y yo acepté feliz por que lo subieron a mucho menos de lo que yo esperaba en mis más optimistas delirios y por que me he dado cuenta que sería muy infeliz mudándome de mi pisito. Hablé con mis mejores amigos, extrañé a mis padres y a mis hermanos (de rato en rato es bonito extrañar) y ... vuelvo a escribir.

Es lo bueno de tener un block de apuntes. Siempre está disponible para cuando tienes necesidad de apuntar cosas. O de botar demonios.

Hace ya un par de meses que he vuelto a ser un hombre tranquilo, ecuánime. Que vuelvo a sentirme feliz con lo que tengo. Que soy un hombre que ya no siente tensión. Máxime aún cuando se da cuenta que lo que fueron sus fuentes gratuitas de tensión están bien lejos y parece que se alejan aún más. Feliz de no tener que ser el único ni el mejor sino uno más. Feliz de formar parte del pasado y aún más feliz de ser dueño de mi propio futuro.

Pero, del futuro pensaré mañana. En horario de oficina. De ocho a una y de tres a siete. Ahora sólo quiero acabar mi vinito y comerme la última empanada. Es de pollo y se está enfriando. Y el vino es un cabernet y ahora sé reconocerlo y diferenciarlo.

Definitivamente este año ha sido muy bueno.

Mis felicitaciones para el chef.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Cámara

Siempre pienso esto cuando los amigos me muestran sus tremendas colecciones de fotos de viaje. Lo mismo pienso cuando, en medio de un concierto, veo gente tomando fotos con los celulares o incluso grabando en vídeo todo lo que pueden. Algunas veces me dejo llevar por esa emoción y yo también saco el celular – que lo compré precisamente por la cámara – y empiezo a tomar fotos o grabar el momento.

Y mientras lo hago me pregunto: ¿Por qué lo hago?

De pronto me pongo a pensar que con esto de la Internet hay muchísima gente, profesionales incluso, que están grabando lo mismo que yo y que sus grabaciones superarán a las mías no sólo en calidad sino también en técnica y en posicionamiento. Concluyo entonces que si quisiera ver un vídeo o una foto del espectáculo aquel, preferiría ver alguno que es producto del trabajo de estos seres especializados y no uno de los míos. Entonces, no vale la pena el esfuerzo que hago al incomodarme – y posiblemente incomodar a otros cercanos a mi – para registrar el espectáculo a costa precisamente de perdérmelo. Por que, pienso, si estas viendo el espectáculo a través de la pantallita de tu aparato es por que te lo estas perdiendo en vivo y en directo y sin intermediarios que es, entre otras cosas, la razón por la que estas allí.

Luego de esta inferencia lógica que suele durarme entre 30 segundos y un minuto dejo de grabar o intentar tomar fotos.

Alguna vez justifique esta inexplicable acción mía en el hecho de que estaba grabando el espectáculo para que lo vea otra persona, afecta a mi, que no me pudo acompañar. Pero esa idea se fue de trastes al suelo cuando, emocionado por mostrarle el vídeo grabado con tanta expectativa, tan noble intención y pésima calidad gráfica y auditiva , obtuve por respuesta una sonrisa estándar mientras se me contaba que ya se habían visto partes del concierto por Youtube. ¿Para qué entonces grabé? Me volví a preguntar.

Y todas esas preguntas juntas me llevan a otra: ¿Para qué compré este celular con cámara?

Digo, es un decir.

miércoles, 17 de junio de 2009

Una de las cosas que diferencia al escritor del simple escribidor, creo haberlo entendido, es la disciplina.

Y la calidad.

Y es que, supongo, un escritor debería poder escribir a voluntad. Fijar una idea en la mente y poder producir un texto de una calidad uniforme así no tenga a la diosa de la inspiración fijada y establecida en la mente. Y eso se logra con disciplina (¿Qué no se logra con disciplina?) y aquellos que tenemos cierta falta de disciplina interna pues nos encontramos con que no siempre podemos escribir sino que tenemos que esperar que nos den ganas de escribir.

Aunque pasen meses.

Y hoy, como pueden imaginarse, me nació escribir.

Y escribo.

Y me nació por que de pronto existen esas cosas que no necesariamente tienes que transmitirlas al resto sino que, simplemente, deseas ponerlo en escrito. Intentaré concretizar con un ejemplo. Es como si sólo quisieras ver en blanco y negro tus ideas y entenderlas. Deshacer el nudo. Osea, tienes todas la ideas agolpadas en la cabeza y sabes que son tuyas y las llegas a comprender en su integridad pero te gustaría mucho verlas ordenadas y formando un texto uniforme y coherente. Por eso las quieres escribir y no precisamente por que consideres que tienes que comunicarte.

Personalmente tengo a las personas a quienes quisiera decirle algo al alcance de la mano ya que, mientras ésta alcance al celular que está en el bolsillo, puedo comunicarme fácilmente con quien necesite. Estan todos cerca y están todos ubicables. Así sean bastantes, puedo - armado de paciencia - llamar a todos y decirles lo que pienso. Las bondades de la línea abierta. Aunque ahora me pongo en pensar que no podría llamar a todos a quienes quisiera llamar por cuestiones geográficas pero de lo que se trata es de que me entiendan la idea, no de que le quitemos validez a mis conjeturas. Entonces, si quiero decir algo, simplemente lo digo. Repito, no es precisamente el deseo de comunicar lo que me hace escribir. Es algo mucho más simple.

Siempre he visto este blog como mi cuaderno de apuntes. Por eso importa poco si alguien me sigue la cuenta de lo que escribo o de lo que no. Releyendo lo escrito encuentro muchas sandeces y muchas cosas que se escribieron en un momento en que se perdió el sendero. Y sé que, luego de tres meses sin escribir un pomo, posiblemente este texto sólo lo termine leyendo yo. Y es que acá viene mi siguiente idea.

Si resulta que no escribo para comunicar nada y si resulta que no se convierte en un elemento esencial el hecho que alguien lea lo escrito, pues termina siendo evidente que escribo para mi mismo. Un acto egoísta.

Pero ¿realmente egoísta? No lo creo tanto. Por que, si fuera un acto realmente egoísta, no lo haría público ni lo pondría en un medio potencialmente público. Sería más bien una de esas composiciones de servilleta que están condenados a irse al papelero junto con la boleta por consumo de dos cafés y un pan con huevo frito.

Divagaciones.

Y cuando uno empieza a divagar debe ser por que, entre otras cosas, tal vez ya no tenga ganas de seguir escribiendo.

Digo, es un decir.