miércoles, 4 de febrero de 2015

Efectos de la cerveza.

No lo había pensado nunca así pero ahora estaba convencido que ese era uno de los efectos de la cerveza: hacer que las ideas más inverosímiles parecieran posibles; lo increíble, normal; y lo desacertado, pertinente.
Esa noche ya había tomado el equivalente a cinco botellas, aún se sentía ecuánime, y se puso a mirar la pista de baile y a las personas que mataban la noche de sábado sacudiéndose como si la vida se les fuera en eso. Fue en ese momento cuando, sin motivo aparente, se acordó de ella. Se acordó de ella y se sorprendió de hacerlo pues estaba seguro que deberían haber pasado por lo menos 15 años desde la última vez que lo hizo. 
La conoció en la academia, antes de ingresar a la universidad, y supo que le gustaba. ¿Cómo lo supo? Pues nunca lo supo pero sí sabía que en un momento lo supo. Tal vez sería el interés que ella mostraba por las cosas que él le conversaba. A estas alturas de su vida, quince años después, estaba convencido que es señal inequívoca de interés femenino el que una chica se interese por aquellas cosas que usualmente sólo te interesan a ti. Si tienes un interés, una afición, un hobbie propio de esos raros y viene una chica a interesarse por eso, es evidente que esta interesada en ti. Si viene y se interesa de tu rarísimo interés por la filatelia, o por aquellos raros libros que estas leyendo, o por aquella música que sólo tú y tus amigos escuchan, pues lo más probable es que el motivo de su interés seas tú y no la actividad esa.
Debió ser por eso que supo que le gustaba. Pero, claro, eso lo sabe ahora y no lo sabía entonces. En esos años aún estaba por conocer el mundo y todo lo que en ese momento le era evidente, con quince años más y cinco botellas de cerveza encima, en aquel entonces aún formaba parte de aquellas arcanos que la vida no le había mostrado. Por eso mismo, cuando ella se sentó a escucharle la historia entera del suicidio de  Ian Curtis y la relación de este evento con el disco de Iggy Pop que él tenía en su walkman en ese momento, debió saber que lo que realmente atraía su atención era él y no Ian Curtis ni Iggy Pop. Claro, no lo supo. Lo sabe ahora, pero en ese momento no lo supo. Aunque, de tanto darle vueltas, terminó concluyendo  que algo debió saber, o intuir, por que tan despistado tampoco era. O eso creía recordar.
En realidad despistado quizá no, pero sí inseguro, temeroso y tímido. Así que, según lo que cree recordar, en algún momento decidió ignorar aquellas señales que ella, con femenino conocimiento - benditas sean las mujeres que saben cosas que no saben que saben y que nosotros sabemos que saben aunque no sabemos cómo -, le enviaba constantemente. Eso había sido, según podía ver con la perspectiva que le daba el tiempo, un mecanismo de defensa. Y es que si él se hubiera dado por enterado de esas señales y todo lo que ellas implicaban, la vida se le iba a complicar horrores. Y la academia era el sitio equivocado como para ganarte una complicación. La idea de la academia era poder a la universidad en el menor tiempo posible, no complicarse la vida. Ya en la universidad, eso era evidente, tendría tiempo y posibilidades de sobra de complicarse la vida, como efectivamente se la complicó. Pero ese, en particular ése, no era el momento y por eso decidió hacerse el desentendido y hacer como que no se daba cuenta que sólo un claro interés personal podía justificar que ella invierta todo ese tiempo escuchándolo.
Pero además, él recordaba la imagen que los espejos le devolvían en aquellos años. La nariz grande, el pelo largo, la frente llena de espinillas. Tampoco es que él haya sido - nunca lo fue - un faro al que las mujeres se acercaban sólo por el gusto de acercarse. Algo tuvo que haber. 
¿Y luego qué pasó?
Nada, ¿qué iba a pasar? Por lo pronto ellos pasaron las dos últimas semanas del ciclo, antes del examen de ingreso, conversando todos los días. Claro, la mayor parte del tiempo cada uno lo pasaba con sus respectivos amigos pero siempre, siempre, había una conversa, una broma, un cigarrito, un chiste, una mirada. En aquellos días estaba de moda el juego del futbolín en los recreos y ella no jugaba sino que se limitaba a ver cómo jugaban todo el grupo de amigos comunes. Tenía el pelo entre castaño y rubio, la tez rosada, los ojos grandes. Era bonita pero algo tímida en comparación con sus demás amigas que ya atraían miradas y algo más. En pleno verano limeño, donde las alumnas de la academia celebraban con camisetas ceñidas y polos de escote la porción de emancipación que les daba el haber terminado el colegio, ella mantenía un perfil bajo. Pero eso a él, según creía recordar, no le importaba mucho. Incluso se podría decir que no era de las más bonitas de la academia pero si de las más simpáticas. Ambos eran, a fin de cuentas, dos muchachuelos comunes y corrientes. 
Lo cierto e innegable era que ella había hecho el gasto correspondiente y que si nada pasó fue por su exclusiva culpa.
La última vez que la vio fue luego del examen. Días antes ya cada uno sabía en qué salón iba a dar el examen y habían acordado que el primero que acabase iría a esperar a la puerta del salón del otro. Él terminó primero y se fue a esperarla. Ella salió casi al último con cara de que el examen la había vencido. Las horas previas las había pasado presa de un nerviosismo absoluto y tal parecía que no supo darle la vuelta al reto. Él estaba tan tranquilo entonces como lo estuvo antes del examen. Caminaron juntos hasta la salida de la universidad y, en algún momento, sus manos se rozaron y se mantuvieron así, casi cogidas. Conversaron del examen y él sabía que tenía que decirle algo. Pero no dijo nada. Afuera de la universidad estaba todo el mundo instalado como si la salida de los postulantes fuera un espectáculo imperdible. Ella encontró a su padre que le llamaba levantando el brazo y él reconoció a los suyos más allá. Se miraron y él se despidió como siempre, como cada vez que salían de la academia. Ella lo miró despedirse sin decir nada, lo vio caminar rumbo a su familia y sintió un quiebre. No fue tanto de tristeza sino de decepción, de haber estado acumulando interés en alguien que, al parecer, no lo tenía por ella ni en la menor de las medidas. Lo vio irse y abrazarse con sus padres y ella fue al encuentro de su familia. En el camino a su casa, no dijo nada. Su padre pensó que estaba triste y preocupada por el examen pero el examen no era lo que le nublaba el gesto.
Por su parte él, tras los primeros cinco pasos, se dio cuenta que ya no habían clases en la academia y que no tenía ni siquiera su número de teléfono. Intentó voltear e ir detrás de ella pero le ganó la vergüenza de que sus padres - y toda la gente aglomerada en la puerta de la universidad también- lo vieran ir donde ella. Dudó entre voltear y seguir caminando y al final decidió seguir caminando. Supo que la había fregado toda, que la oportunidad se había ido y que ese tren no iba a volver a pasar.
Como en efecto no pasó.
Nunca más la volvió a ver. Preguntó por ella a algunos amigos que sí ingresaron a la universidad - ella no logró el puntaje necesario - y le dijeron que se había ido a Estados Unidos y que regresaría en algunos meses. Pensó que lo de ellos habría sido imposible porque ella era de esas chicas a las que las mandan a Estados Unidos para recuperarse del golpe que les significa no ingresar a la universidad y él ... bueno, él no tenía como irse a Estados Unidos por más triste que estuviera.
Y así, dejó de pensar en ella para empezar a pensar en otras y aprender, poco a poco, lo que ella ya sabía y que él ahora sabe.
Entonces, luego de la quinta cerveza, se sorprendió pensando en ella. Ya habían pasado casi veinte años del episodio y se preguntó qué habría sido de su vida. La recordó y repasó todos los hechos que vinieron a su cabeza como si hubieran estado esperado todos estos años de incubación tan sólo para salir y presentarse en esa noche, en ese momento y en ese lugar. Releyó sus recuerdos a la luz de la experiencia y los conocimientos de las relaciones de pareja y de las interacciones entre hombres y mujeres - ¿en qué momento se hizo tan conocedor? - y sonreía dándose cuenta que en efecto él había sido responsable de un interés adolescente genuino y, quizá, un corazón decepcionado.
Fue en ese momento, parado mirando la pista de baile, cuando vio la solución. Le pareció evidente. La buscaría. Si hace veinte años no tenía cómo ubicarla, lo más seguro es que hoy sí. Con el facebook, la internet y todo eso, la podría ubicar con facilidad. Y se presentaría ante ella y le diría quien era si es que ella no lo reconocía al vuelo y aplicaría todo su conocimiento - que para algo debería servirle - en reavivar aquellas brasas de adolescencia. Le pareció un plan genial, una idea irrefutable, se euforizó por algunos segundos ante lo que pareció una estrategia infalible. Y luego, sin perder la euforia ni la súbita alegría por la decisión, se dio cuenta que ese era uno de los efectos de la cerveza: hacer que las ideas más inverosímiles parecieran posibles, lo increíble, normal; y lo desacertado, pertinente.
Sacudió la cabeza, decidió suspender el plan hasta que lo examinara con la cabeza despejada y procedió a empezar con la que sería su sexta botella. La cerveza es así, a veces causa esas ideas.

Epílogo.
Al día siguiente, tras superar la dolorosa resaca - las cosas ya no son como antes -, reconoció que aquella idea era de las peores que se le habían ocurrido. A pesar de eso, y quizá como rezago de su natural obstinación, mantenía alguna voz dentro de su cabeza que, a pesar de su sobriedad, opinaba que no era tan descabellada. No obstante, no se aguantó el impulso y la buscó en Facebook. Se acordaba su nombre completo y tal como pensó en la noche anterior, no tuvo mayor dificultad en encontrarla. La vio con la misma cara, los ojos grandes y el mismo color de pelo. Vivía en Estados Unidos y estaba casada y con dos hijos. Definitivamente, ella invirtió su tiempo en ser - y parecer - una señora feliz y no en tomar cervezas y urdir planes de rescatar insalvables relaciones de adolescentes. Se la imaginó recibiendo una carta delirante de un sujeto que posiblemente ni recordaba, se imaginó su rostro de incredulidad y de fastidio antes de borrar el impertinente mensaje. Se recostó en su sillón y sonrió. 
Felizmente pudo darse cuenta de todo antes de escribir nada.