miércoles, 6 de junio de 2007

Terrible realidad

Hoy salí de los juzgados contenciosos feliz de estar abrigado en una fría mañana limeña. Hacía hambre, por quedarme abrigado en mi cama unos minutos más no pude prepararme el desayuno que me iba a dar la primera alegría del día. Ya en el centro, la avenida Abancay me recibió con su bullicio y completamente vestida de esa miasma negra que, mezcla de niebla y smog, se deposita en las calles de esta Lima entrañable.

En mi andar entusiasta y enfundado en el terno que menos me gusta (es marrón, no me gustan mucho los ternos marrones pero ... era su turno) decidí entrar a algún sitio a desayunar. Pero quería desayunar algo bonito, entrar a un sitio cálido y sentarme en una mesa limpia y sin grasa, que venga un cumplidor mozo y me traiga un café (tenía que ser café de todas maneras), como en Buenos Aires (lancen cachetada acá, por favor).

Caminé por Miroquesada y pasé por restaurantillos y fuentes de soda, no muchas, todas vacías. En alguna de ellas entré alguna vez y juré no volverlo a hacer debido a la pobreza del jugo de papaya que me serví. De pronto, sin recordar que estaba ahí, encontré lo que buscaba: el café Manhattan. Pensé que iba a estar unos cuantos soles más de lo que, en principio, tenía presupuestado para el desayuno pero no me importó mayormente. Empujé la puerta y entré.

Mientras esperaba el desayuno peruano (jugo de naranja, café americano, tamal y pan con chicharrón complementado por una copa de huevos pasados) ojeaba El Comercio. Cuando llegó el grueso del desayuno mis ojos se fijaron en un pequeño platito que complementaba el desayuno y que, en principio, no aparecía en la descripción del mismo que aparece en la carta. Sin embargo no lo rechacé, lo recibí con gusto y complacencia. Era el complemento perfecto, le iba tanto al tamal como al sánguche y no era mayonesa.

Hoy mientras devoraba mi desayuno caí en cuenta en un detalle que, seamos sinceros, lo intuía pero no lo había asimilado. Digamos que casi terminé con el contenido del platito y eso que estaba en cantidades generosas. Me encanta la cebolla, terrible realidad, pero sabrosa.

Si , si. Yo sé. El aliento a cebolla y todo lo demás pero ... qué les puedo decir. La zarzita criolla estaba espectacular. Si, ya sé que era el desayuno. Si, ya sé todo eso. Pero estaba buena, pues. Qué quieren que haga. Con esto que terminé de ser un fiel creyente en una máxima de autor desconocido (tal vez sea yo el autor, después de todo) que he repetido varias veces en los últimos tiempos: "la historia de la cocina humana sufrió una feliz revolución cuando el hombre descubrió la cebolla y el ajo".

Saboreando mi pan con chicharrón (y la cebolla, claro está) pensaba con compasión (me van a disculpar) en aquellas personas que no aprecian esta hortaliza y que la retiran de entrada de cualquier plato sin darle siquiera la oportunidad de encantar.

Mas bien, he de recordar que es mejor andar con un kit dental portátil, uno nunca sabe cuando se puede encontrar con la cebolla y ... mejor es prevenir. Digo, es un decir.

2 comentarios:

Vero dijo...

Es que comerse un tamalito o un pan con chicharrón sin su respectiva cebolla debería estar penado por la ley jeje
Y no hay nada que un buen Halls no solucione mi estimado Chalo :)
Saluditos :)

Acitsonga dijo...

La cebolla es un anti-afrodisíaco para mi, es totalmente prescindible y apesta horrible oye... Ni con Kolynos o Chiclets pasa piola ese turrón... Yo, paso de la cebolla y guardo mis distancias para hablar con uno que se las acaba de comer ¡Puf!
=)