lunes, 19 de mayo de 2008

Tus áureas reliquias.

Mientras apuraba el caliente vaso de ponche con pisco sentado en una mesa de "El Ayllu" (típico y clásico bar cusqueño que actualmente se encuentra amenazado de desaparecer gracias a los ánimos metálicos del arzobispado cusqueño - son todos iguales, carajo - ) me di cuenta, mientras miraba por mi ventana la Plaza de Armas tan recorrida, extrañada, vuelta a recorrer y vuelta a extrañar; que lo mejor que pude haber hecho era irme de Lima.

Serían las 6 de la tarde y me imaginé cómo estaría la capital. Carros, embotellamiento, niebla, gente como cancha, taxistas renegando, gente renegando, calles rotas, alcaldes imbéciles, y un trayecto de casi cinco kilómetros hasta mi casa. Mordor. En cambio, en vez de estar ahí, estaba allá, gozando.

Yo no sé si a todos les pasará igual o es que yo pertenezco a una estirpe de nostálgicos y sensibles pero me enrostré nuevamente en que para mi familia el Cusco, más que un lugar apetecible, es una nostalgia eterna y una añoranza costante: la llaga que no cerró. Me hace recordar cuando Frodo Bolsón, antes de irse a los puertos, tenía una noche al año - el aniversario de cuando desapareció el anillo - una crisis con acceso de fiebre en la que deliraba que sentía y extrañaba no sólo el dedo perdido sino la presencia del anillo que cargó. La presencia querida y ya no presente. Como cuando dicen que los amputados siguen sintiendo el miembro seccionado. El ausente que no debe faltar. El Cusco dejó de estar ahí para nosotros (o, mejor dicho, fuimos nosotros quienes dejamos de estar ahí) y aún sentimos esa "falta", esa "incompletitud" - vaya con el palabro - latente que no nos deja nunca y que estalla con furia apenas las ruedas del avión empiezan a rozar el cemento del Velasco Astete.

Los días previos al viaje los tomé con mucha tranquilidad. Usualmente a mi los viajes me emocionan en extremo pero éste lo tomé muy tranquilo, casi con apatía. Me sorprendió esa sensación por que, como dije, era rara en mi. Pero la tomé como parte de un transcurrir, es decir, ya la vida se me llenó de cosas, lugares y deseos nuevos y proyectos nuevos. Resultaba perfectamente normal que lo que emocionaba antes no emocione ahora. Error. La fortísima emoción que sentí mientras aterrizaba me enrostró que quizá uno pueda estar tranquilo pero que lo que constituye una añoranza perruna va a fluir en el momento oportuno como si hubieras encontrado petróleo debajo de una aparentemente fuerte pero delgada costrita de tierra.

De pronto mis pulmones se llenaron de Cusco y entre la neblina de mis ojos vi Gonzalos de cuatro, cinco, seis y siete años corriendo por todos lados, aferrado a la mano de mi madre o sentado en el vocho que manejaba mi padre. Reconocí grietas que escarbaron mis dedos, desniveles en los que tropecé y que aprendí a sortear, lugares conocidos, esquinas que a pesar de estar llenas de carteles siguen siendo las mismas, calles empinadas y recuerdos galopantes. Pero ¿saben qué es lo gracioso? Que lo mismo me pasa cada bendita vez que vuelvo.

En algún lado leí, y lo creo, que psicológicamente todo el mundo siente una suerte de añoranza por el vientre materno. Dicen quienes afirman eso que el deseo de retornar a una etapa donde todo era felicidad y seguridad seduce a las personas subconscientemente y que la hostilidad de la realidad no hace sino que ésta sienta la soterrada necesidad de regresionar. Yo creo que lo que nos pasa es algo similar. ¿A qué me refiero? A que, por ejemplo en mi caso, yo tuve una infancia sumamente feliz y abundante. Y que esa felicidad se relaciona, en mi cabeza, con quienes viví, mi familia, y en dónde viví, el Cusco. A mi familia la sigo teniendo y eso es motivo de felicidad. Al sitio lo dejé de tener hace muchos años y creo que subsconscientemente he relacionado el sitio con la felicidad constante de mis primeros años. Para mi la importancia del lugar tiene poco que ver con la historia, la monumentalidad, el magnetismo y demás hierbas del campo. A mi me emociona volver por que yo viví ahí, yo crecí ahí, yo conocí lo básico y lo esencial ahí y por que mi vida efectiva empezó ahí, nací ahí y no en ningún otro lugar. Y ante ese cariño y esa realidad incontrastable muy pocos sitios dejan de ser simples lugares anodinos en comparación con ese Cusco que me tuvo y me recibe.

El último día de mi estadía volví a pasar por la puerta de lo que fue mi casa. Un portón de reja que dejaba ver, al fondo del oscuro pasadizo, las verdes escaleras que llegan hasta el cuarto piso dónde estaba el primer sitio que llamé casa. Nunca hasta ese momento sentí cómo había cambiado yo mismo. Fui totalmente consciente de la diferencia de más de setenta y cinco centímetros, sesenta kilos y veinte años que separaban al infante que - cual afiebrado delirio - veía dirigirse a su casa y al hombre que soy ahora.

Habían pasado seis años desde la última vez que estuve ahí. Seis largos años que cambiaron muchas cosas en ambos lados. Mis amigos ya están casados y yo que era un tranquilo universitario estoy hoy con responsabilidades, planes y expectativas que antes no tenía. Y aunque tengo la certeza de que mi vida está en Lima y lo seguirá estando por varios años más, también tengo la firme decisión de no permitir que pase tanto tiempo para que vuelva a pisar las calles de mi patria chiquita.

1 comentario:

Milhoras dijo...

ni escarbando en mis mas profundos dolores podria haberlo dicho mejor, tenemos la suerte de haber salido y gracias a ello pudimos idealizar y añorar la felicidad, la alegria que para nosotros siempre estubo ahi.

Las epocas duras las pasamos en otro lugar sera por eso que la mirada al rincon feliz siempre nos lleva a ese sitio tan querido.